EL AFECTO

Publicado el 24-01-2017 en Caracas, Venezuela


Por Jose Ramon Ayllón


En nueve de cada diez casos, el afecto es la causa de toda felicidad sólida y duradera.
C. S. Lewis


La primera forma de amar

Una forma sencilla y excelente de disfrutar de la vida es el afecto. Es la primera forma de amar y la más democrática, al alcance de todas las fortunas, pues se reduce a la mera satisfacción de estar juntos. De algunas mujeres podemos asegurar que no provocarán grandes pasiones, y de algunos hombres que les costará tener amigos, pues unas y otros parece que no tienen nada que ofrecer. Pero todo el mundo puede mirar y ser mirado con afecto, también el feo, el estúpido y el de carácter difícil. C. S. Lewis dice que no se necesita nada manifiestamente valioso entre quienes une el afecto, y por eso pueden ser tratados con mucho afecto un minusválido y un deficiente mental.

El afecto -sigo de cerca a Lewis- ignora barreras de edad, sexo, inteligencia y nivel social. Por eso puede darse entre un jefe de Estado y su chófer, entre un premio Nobel y su antigua niñera, entre Don Quijote y Sancho Panza, aunque sus cabezas vivan en mundos diferentes. En este sentido no puede ser más elocuente el testimonio de Jesús Jorge García, chófer del doctor Vallejo-Nágera. Se lo contaba en 1990 a José Luis Olaizola en La puerta de la esperanza, el libro que narra la vida y la enfermedad mortal del famoso psiquiatra.

La sustancia del afecto es sencilla: una mirada, un tono de voz, un chiste, unos recuerdos, una sonrisa, un paseo, una afición compartida. La mirada afectuosa nos enseña en primer lugar que las personas están ahí, y después que podemos pasar por alto lo que nos moleste de ellas, que es bueno sonreírles, y que podemos llegar a tratarlas con cordialidad y aprecio. El afecto puede surgir y arraigar sin exigir cualidades brillantes, y por eso podemos conseguirlo con poco esfuerzo. Pero tampoco tenemos derecho a él. Más bien, tenemos la esperanza razonable de ser estimados por familiares, amigos y colegas si nosotros y ellos somos más o menos normales, si no somos insoportables.

Lewis asegura que, en nueve de cada diez casos, el afecto es la causa de toda felicidad sólida y duradera. Pero matiza su afirmación aclarando que esa felicidad sólo se logra si hay un interés recíproco por dar y recibir. Además de sentimiento, el afecto requiere cierta dosis de sentido común, imaginación, paciencia y abnegación. De lo contrario, "si tratamos de vivir sólo de afecto, el afecto nos hará daño".
 

El viejo y el mar

En la más célebre de sus novelas, Hemingway nos habla de un viejo pescador que salía cada mañana en su bote y llevaba tres meses sin coger un pez. Un muchacho le había acompañado los primeros cuarenta días, hasta que sus padres le habían ordenado salir en otro bote que capturó tres buenos peces la primera semana. Pero el viejo había enseñado al muchacho a pescar desde niño, y el muchacho no lo olvidaba.

-Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
-No -dijo el viejo-. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
-Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
-Lo recuerdo -dijo el viejo-. Y sé que ahora no me has dejado porque hayas perdido la esperanza.

Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todas las tardes con las manos vacías, y siempre bajaba a ayudarle a descargar los aparejos. Un día propuso al viejo tomar una cerveza en el puerto, y estuvieron charlando.

-¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
-No. Ve a jugar al béisbol.
-Si no puedo pescar con usted, me gustaría ayudarle de alguna forma.
-Me has pagado una cerveza -dijo el viejo-. Ya eres un hombre.

Después marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo, mientras el lector se siente cautivado por la profunda humanidad de ese afecto.

-¿Qué tiene para comer? -preguntó el muchacho al llegar a la cabaña.
-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
-No. Comeré en casa.

El muchacho sabía que no había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado.

-Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
-Uno -dijo el viejo.
-Dos -replicó el muchacho.
-Dos -aceptó el viejo-. ¿No los habrás robado?
-Lo hubiera hecho. Pero éstos los compré.
-Gracias -dijo el viejo con sencillez.

"Ahora voy a por las sardinas", dijo el muchacho, y añadió: "abríguese, viejo. Recuerde que estamos en septiembre". Cuando volvió, el viejo estaba dormido en una silla, a la puerta de la cabaña. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la frazada del viejo de la cama y se la echó sobre los hombros. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo. El muchachó entró un rato en la cabaña y, cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.

-Despierte, viejo -dijo el muchacho, y puso su mano en una de sus rodillas.
El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego sonrió.

-¿Qué traes? -preguntó.
-La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.
-No tengo mucha hambre.
-Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
-Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.
-No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva, no saldrá a pescar sin comer.
-Entonces vive mucho tiempo y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?
-Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.

El muchacho lo había traído de la Terraza en una tartera. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.
-¿Quién te ha dado esto?
-Martín. El dueño de la Terraza.
-Tengo que darle las gracias.
-Yo ya se las he dado -dijo el muchacho-. No tiene que dárselas usted.
-Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo.

El muchacho había traído dos cervezas con intención de devolver las botellas.

-Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?
-Es lo que yo proponía -respondió el muchacho.
-Pues ya estoy listo -dijo el viejo-. No necesito tiempo para lavarme.

¿Dónde se lavaba?, se preguntó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos manzanas de distancia, camino abajo. "Debí de haberle traído agua -pensó el muchacho-, y jabón y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y una chaqueta para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada".

-Tu asado es excelente -dijo el viejo.
-Hábleme de béisbol -le pidió el muchacho.
-En la liga americana, como te dije, Los Yankees -dijo el viejo muy contento.
-Hoy perdieron -le dijo el muchacho.
-Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.

Y siguieron hablando de béisbol.

-¿Quién es realmente el mejor manager, Luque o Mike González?
-Creo que son iguales.
-El mejor pescador es usted.
-No. Conozco otros mejores.
-Qué va -dijo el muchacho-. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted ninguno.
-Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.
-No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
-Quizá no esté tan fuerte como creo -dijo el viejo-. Pero conozco muchos trucos y tengo voluntad.
-Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevaré otra vez las cosas a la Terraza.
-Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana -dijo el viejo.
-Que duerma bien.

El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrolló los pantalones para hacer una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama. Se quedó dormido en seguida y soñó con África, en la época en que era muchacho y con las largas playas doradas, a veces tan blancas que lastimaban los ojos. El viejo siempre soñaba con África, y cuando en sueños olía la brisa de tierra, despertaba, se vestía y se iba a despertar al muchacho.

La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave. La abrió calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se los puso. El viejo salió fuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo:

-Lo siento.
-Qué va -dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.

Hasta aquí, el resumen de las primeras páginas de El viejo y el mar. Si el lector piensa qué es lo que hace surgir entre un pobre viejo y un muchacho ese entrañable afecto, sin duda le parecerá decisivo el talante del viejo, hecho de optimismo, cordialidad y ganas de vivir. El muchacho posee parecidas cualidades, pues no en vano ha tenido cerca a un hombre en cuyo retrato leemos que "todo en él era viejo, salvo sus ojos, y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos". Como apuntaba Lewis, el afecto no necesita cualidades brillantes, pero sí virtudes.

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