LA VERDADERA NAVIDAD

Publicado el 30-11-2016 en Caracas, Venezuela


Seríamos incapaces de imaginar una noticia proclamada a los cuatro vientos, de la que sólo unos pocos llegasen a enterarse. Seríamos incapaces de imaginar que un sencillo hecho, un hecho sorprendente, pero absolutamente natural y visible, fuese proclamado en los titulares de primera página de todos los periódicos, repetido hasta la saciedad por todas las emisoras de radio, expuesto en mil imágenes distintas por todas las cadenas de televisión, y que sin embargo casi nadie se tomase en serio una noticia como esa, casi nadie calculase sus consecuencias, casi nadie indagase su significado, casi nadie siquiera se parase un instante para preguntarse sobre su veracidad. Seríamos incapaces de imaginar hasta que punto los hombres podemos llegar a leer sin entender, a ver sin mirar, a oír sin escuchar, a seguir por nuestro camino rutinario, sin alzar un momento la mirada, sin mirar más allá, sin hacer caso a una voz que nunca ha dejado de hablar, a una luz que nunca ha dejado de guiar. Seríamos incapaces de imaginar que la respuesta, la respuesta verdadera, última, rotunda, luminosa y deslumbrante, a todos nuestros anhelos, inquietudes, búsquedas, y deseos, no está ni en el fondo recóndito de nuestros sentimientos, ni el azaroso misterio de las cabalas y los astros, ni en la compleja aseveración de una filosofía ancestral escondida en un tesoro arqueológico, ni en la conquista fortuita de una moda, un pensamiento de diseño, o una imagen capaz, en todo caso, de rescatar del fondo de nuestro mundo interior, una chispa de sed, de ese anhelo, de ese deseo de plenitud que aguarda toda una vida en el corazón. Seríamos incapaces de imaginar que lo que buscamos en la vida, lo único que de verdad busca cada uno de los hombres y mujeres en esta vida, esta allí, en una sola noticia, que se puede datar y fotografiar, que se puede resumir o ampliar, que se deja titular y subtitular, y que puede ir precedida de una entradilla en negrita que exponga el qué, el cuando, el donde, el cómo y el porque, una de esas noticias que aparecen en los periódicos todos los días a centenares, que merecen nuestra atención, al menos por unos instantes, o que son objeto del pasar página de nuestra agobiada vida cargada de prolijos deberes y compromisos, y necesitada a la vez de saber, de saber qué pasa hoy, porque cada día tiene su afán. Pues aunque seamos incapaces de imaginarlo, esto ocurre, ocurre todos los años, ocurre todos los días, y ocurre sobre todo en estos días de Navidad. Si, ocurre que mientras las calles se visten de luces, y los ruidos de siempre se mezclan con viejos y nuevos villancicos, que mientras las familias se vuelven a reunir, y la ocasión es inmejorable para que muchos hagan su diciembre, y otros muchos puedan mostrar con regalos el aprecio, la amistad, o simplemente la cortesía... Ocurre que mientras en tantas casas se adorna un rincón con figuras que recrean una escena entrañable, a veces tan estática y artificialmente, tan mágica y tan pequeña, que suena a fábula, a cuento de hadas, a todo menos a verdad... Ocurre que mientras los grandes almacenes protestan al Ayuntamiento, por que unos jóvenes solidarios piden a sus puertas una limosna para atender a los más desfavorecidos, y los anuncios publicitarios invitan a consumir porque “algo en la vida habrá que celebrar”... Ocurre que mientras todo esto parece ser la navidad, la triste navidad de nuestra ciudad, la navidad de cartón piedra, incapaz de responder al drama de los pobres, a la insatisfacción del que fracasa, a la desazón del abatido, a la soledad de tantos, casi de todos... hay una Navidad de verdad, una Navidad que muy pocos conocen, una Navidad real, como real es todo nacimiento, como real es todo acontecimiento, como real es lo que nos pasa cada día. La Navidad de verdad, la única Navidad, es Él. El Hijo eterno de Dios, que se hace uno de nosotros, o como bien relató Gregorio Nacianceno: "Se encarno quien era incorpóreo, el logos toma cuerpo, el invisible es visto, se hace tangible el intangible, comienza quien está fuera del tiempo. El hijo de Dios se convierte en el hijo del hombre". Y esto cambia todo, cambia todo de arriba a abajo, cambia todo desde la raíz y la profundidad, hasta el más insignificante de los significados, cambia todo de verdad, y no sólo el aspecto de las calles por unos días, o las sonrisas y las felicitaciones de los hombres, por unos días. Cambia el sentido de nuestra vida, porque si Dios se hace hombre, tu y yo, hombres, valemos para Dios mucho más de lo que jamás podamos nosotros mismos reconocer, y no valemos lo que pesamos, lo que sabemos, lo que tenemos, valemos lo que somos, valemos lo que vale una pequeña criatura, acostada en un pesebre, sin nada que pueda confundir o distraer su radical dignidad. Si, cambia el porque y el para que de nuestra vida, que adquiere un valor infinito, un infinito motivo de esperanza, porque como leí en un titular una de estas navidades, “Tu vida vale la Encarnación de Dios”. Cambia el sentido de nuestra celebración, porque si Dios ha tomado la condición humana, está jamás será inseparable de Dios. La Alianza, nueva y eterna, es un pacto irrevocable de amor, por el que Dios nunca dará la espalda al hombre, a ningún hombre. Y esto no hay canto, ni grito, ni sollozo, ni lloro, ni plegaria, ni abrazo, ni banquete, capaz de abarcar y de celebrar, no hay horas del día, ni siquiera horas en la eternidad, capaces de encerrar una alegría como esta. Cambia el sentido de nuestra mirada y de todo nuestro sentir y hacer, porque si Él ha venido, si Él ha tomado nuestra carne, nuestras manos, nuestros ojos, nuestro corazón, nuestro ser enteramente, Él está, Él sigue estando, Él sigue acompañando nuestro caminar. Y si está con nosotros, como nos ha prometido hasta el final, es que está en cada hombre. Dios en cada hombre. Es que está en cada instante. Dios en cada instante. Es que está entre nosotros. Dios en la ciudad. Dios en el regazo de los suyos, de los que buscándole le reconocen en Jesús: Dios en su Iglesia. Dios en el misterio de la historia: Dios en el mundo. Y todos sus rincones son Belén: son lugar de adoración. Y cambia la razón de nuestro vivir, el ideal para el cual vivir: Si Él es Amor, sólo ese amor, sólo amar con ese amor, vale la pena en la vida. Desde hace dos mil dos años, el mundo ha reconocido, e incluso celebrado, aquella hora y aquel lugar, aquel niño recién nacido, aquel acontecimiento que llamamos Navidad. Pero desde el principio, desde aquel primer día en el corazón de María, hasta hoy, sólo unos pocos han reconocido que esa Navidad, ese nacimiento de Jesús de Nazaret, ese hijo de mujer, es suprema teofanía, suprema manifestación de Dios, es El Hijo de Dios. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque en el fondo de esa Navidad que el mundo conoce, nosotros queremos ver y creer en la verdadera Navidad. Esa que cambia todo, que da pleno sentido a nuestra vida, por la que nada ni nadie en este mundo podrá arrebatarnos la paz, la alegría y la esperanza, la única razón y el único valor de nuestra vida. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque no habrá en el largo o corto calendario de nuestras vidas ni un solo día, ni una sola hora, ni un solo instante, en el que no podamos reconocer al que ha venido al pequeño e insignificante rincón del universo donde tú y yo vivimos, para acompañarnos, para explicarnos, para ayudarnos, para sostenernos, para abrazarnos, para indicarnos, para corregirnos y para felicitarnos, para darnos un beso, para ofrecernos una sonrisa, para limpiar nuestras lágrimas, para arrimarnos el hombro, para acariciar nuestras manos, para levantarnos, y en definitiva, para salvarnos. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque no habrá dolor, ni tiniebla, ni vacío, ni pecado, ni soledad, que Él no haya hecho suyo por este misterio de encarnación, que contemplado en y desde la Navidad, nos lleva al camino de Jerusalén, al Huerto de los Olivos, y al Gólgota del amor entregado por todos y cada uno de los nacidos de mujer. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque no hay dolor que Él no haya sufrido, ni tiniebla que Él no haya iluminado, ni vacío que Él no haya llenado, ni pecado que Él no haya perdonado, ni soledad que él no haya acompañado, porque no nació para vivir una vida de triunfo o de evasión, sino para dar la vida en rescate por todos, y ese rescate ha sido ya y es cada día, porque Él está a tu lado, para sufrir contigo, y para consolarte; para perderse contigo, y para iluminarte; para dejarse vaciar contigo, y para llenar de vida ese vacío; para no negarte cuando tu le niegas, sino para perdonarte; para quedarse sólo cuando tu estás sólo, dejándose acompañar por ti, para que tú nunca estés solo si te dejas acompañar por Él. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque no habrá ojos que no nos recuerden sus ojos, ni mirada de nadie que no nos haga recordar la mirada con la que Él nos ha mirado, ni gesto, ni súplica, ni espera ni deseo de nuestros compañeros de camino en las miles de encrucijadas de nuestras vidas, que no nos digan que Él, el Señor del Cielo y de la Tierra, el dador de todo bien, el Rey de reyes, es el que nos mira, el que nos suplica, el que nos espera, el que desea un poco de nuestro tiempo, de nuestra compañía, de nuestra familiaridad y de nuestra cercanía. Es él, quien habiendo venido a nuestro encuentro, no nos dejará jamás, no nos abandonará a nuestra suerte, no nos dará jamás la espalda, no dejará jamás de venir a nuestro encuentro, una y otra vez, y no dejará de llamarnos por nuestro nombre, por muchas veces que le hayamos dejado a la puerta. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque no hay color, ni raza, ni opinión política, ni expediente, ni aspecto externo, ni desplante, ni inoportunidad o desdén, ni siquiera violencia y barbarie, que puedan confundirnos y cegarnos. Porque Él siempre estará allí, en el rostro de cada hombre y mujer de este mundo, por quienes ha venido, por quienes ha dado la vida, por quienes ha pagado el precio del silencio, la indignidad, el desprecio, el odio y la muerte. Siempre es Él, siempre es Jesús, que viene a nuestro encuentro, en el hermano, en todos y cada uno de los hombres, sin distinción, sin clasificación, sin valoración, sin elección. Es siempre Él, el mendigo que busca el verdadero banquete de la vida, tantas veces tirada por la borda de la marginalidad, o tantas veces disfrazada de efímera felicidad. Siempre es Él, que quiere repetir hasta la saciedad el juego del amor con nosotros, y que no sabe ya qué inventarse para salir a nuestro encuentro para que nosotros, verdaderos mendigos, sedientos y hambrientos de Él, le llevemos al esperado y buscado banquete, que no es otro sino también Él mismo, en su Palabra viva, en su amorosa eucaristía, en su perdón entregado, en su cuerpo que es la Iglesia, en cada uno del resto de los suyos, en cada gesto de verdadero amor. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque, desde aquel bendito día del nacimiento en carne del Hijo de Dios, no hay amanecer ni atardecer, no hay día ni noche, no hay lugar ni tiempo, en el que no haya Navidad. Porque siempre nace el que nació de mujer por obra del Espíritu, siempre nace el que miró desde la eternidad al Creador para que naciesen los cielos y la tierra, siempre nace el que habrá de llamarnos a ti y a mi, y a este mundo tan amado por él, al definitivo nacimiento de los cielos nuevos y de la tierra nueva, cuando todo sea recapitulado en Él, cuando nos tome para siempre para sí, y la felicidad de este encuentro no tenga ya fin. Porque será Navidad sin sombras en el camino, Navidad sin ni siquiera estrella ni camino, sino sólo Navidad. Alegrémonos Tú y Yo, todos nosotros, porque llega la Navidad, la verdadera, la única, la eterna Navidad: Dios con nosotros, Dios contigo y conmigo, Dios entre nosotros. Dios hecho hombre para hacer al hombre como Dios.  Manuel María Bru Alonso

 

 
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